Los cantos rituales, como las oraciones, solían ser, debían ser, breves. También lo eran las notas que se pasaban furtivamente los amantes, los pies de foto que nos esforzábamos por escribir en los álbumes familiares, las profecías que escuchaban los generales del mundo antiguo, las glosas en los márgenes de los códices, los aforismos sobre el paso del tiempo o los que intentaban desentrañar el secreto de la memoria (y el del olvido), y, en fin, cualquier texto que se adentraba en lo más oscuro e íntimo de nuestras vidas, ya se tratara del acto amoroso o de las exequias de un ser querido, quizá un canto, un réquiem. Comienza el frío también como algo breve e íntimo: el aullido constante del viento a través de una grieta en el friso, un cristal perforado que deja caer la luz sobre un determinado rostro, un copo de nieve, diminuto, que se diluye, que aún no deja adivinar tormenta alguna. Los versos que Francisco José Martínez Morán nos ofrece en estas páginas, que tienen algo de todas aquellas formas que decíamos, se leen como el código preciso de esta intemperie del idioma. ¿En qué otro lugar, en qué otro giro o danza del lenguaje, sino en esta concisa, casi inextensa, memoria fuera de toda disputa, que se arriesga a errar, que no es de unos ni de otros, en qué otro lugar que no fuera esta memoria de la lengua se podría escribir el frío?
Federico Ocaña
Formato | Páginas | Fecha de publicación | ISBN | Precio | Colección |
120×170 mm | 76 | abril de 2021 | 978-84-123040-7-7 | 10 € | Amarilla (volumen 19) |